¿Cuál es el misterio de las palabras, de la poesía, de la belleza en ellas? Hay que empezar por admitir que el lenguaje humano está cargado de emociones más que de racionalidad, algo que podemos comprobar muchas veces a lo largo de la vida sin tener para ello que hacer ninguna investigación académica. La conversación cotidiana, por ejemplo, está sustentada casi siempre en motivos, sensaciones, impresiones, reacciones, necesidades pasajeras…pero pocas veces, en pensamientos reales, en conceptos elaborados. Hablamos como sentimos, expresamos directamente la alegría, la rabia, el dolor, la insatisfacción, la esperanza, el amor mediante palabras impulsadas por el sentimiento, llenas de energía, de fuerza vital. Por todo ello viene entonces precisar mejor la pregunta: ¿Cómo actúan las palabras en nosotros, cómo logran afectarnos?
Edmund Burke señala en este estudio de las palabras (De lo sublime y de lo bello) algunos aspectos importantes al respecto. En primer lugar resalta cómo las palabras contienen un poder mayor que el de las artes tradicionales para afectar directamente el alma o la psicología de las personas ya que no están, por decirlo así, amarradas al tiempo y el espacio como sí lo está la pintura, el teatro e incluso la música. La palabra, según Burke, por su inmaterialidad, su condición de abstracción de lo real, su capacidad de sugerencia y representación simbólica de las cosas concretas, abstractas o emocionales puede producir en nosotros un efecto más profundo que ninguno, tan fuerte y trascendental que precisamente por ello, se vuelve definitiva y aun transformadora de la propia existencia. ¿Es el misterio de su sonido, de su grafía, su significado general o concreto lo que nos perturba? No. Evidentemente ese poder de conmovernos, de afectarnos que tienen las palabras viene de la posibilidad de combinación o de libre asociación que poseen. Es decir, de la manera como en determinado momento, escritas o dichas por alguien que las maneja con habilidad (como el poeta, el escritor), logran encontrarse y transmitir la misma fuerza emocional, la misma idea personal y única, la misma sensación, visión, experiencia individual que esa persona vive. Como si por una especie de magia interior, las palabras lograran realizar un conjuro que provocara en nosotros un hechizo, una reacción involuntaria y sorprendente capaz de llevarnos a estados de goce, de dolor, de serenidad, de contemplación o tristeza similares a los de la persona que las produjo. De ahí el poder que tiene la poesía como una de las artes con mayor raigambre en el espíritu del hombre.
La poesía logra, a partir de esa capacidad de combinación libre que tiene la palabra, llevarnos a recrear en nuestro espíritu, sobre todo, sensaciones, estados de bienestar o malestar, de esperanza o infelicidad, de temor o misterio. Posee la facultad de desencadenar en las personas la pasión en todas sus gamas. Abre el corazón más que la mente del hombre. Provoca en él el deseo, la angustia, la ansiedad o la armonía interior. Parece vincularlo con aspectos ocultos de su propio pasado, le revive recuerdos, emociones de otro tiempo, le lleva a soñar, a entender de un solo golpe la belleza total de la vida, de las cosas más pequeñas y más grandes al mismo tiempo.
Burke cita algunos ejemplos para ilustrar su tesis. Descubre que sólo cuando las palabras renuncian a servir a la descripción objetiva de las cosas se convierten en poesía. Las palabras necesitan, para desencadenar su verdadero efecto en el alma de quien las oye, las lee o las evoca, abandonar su sola función comunicativa, su sentido convencional. Es lo que sucede en la poesía, pues en ella es donde las palabras viven con plena libertad. En cambio cuando sólo sirven para comunicar una idea, para describir un objeto, para señalar el sentido práctico de un hecho o cosa, están limitadas a ser lo que son, instrumento utilitario del hombre, pero nada más. Se reducen a ser instrumento y renuncian a ese encanto, ese poder originario. Burke nos advierte, además, cómo las lenguas modernas a medida que se vuelven más abstractas y racionales pierden su capacidad de conmovernos, como sí lo hacen las lenguas más primitivas, menos cultas, porque la gente que las usa es más vital, más emotiva.
El vínculo de la palabra con lo sublime, con lo bello se hace bastante claro desde este punto de vista y surge entonces otra pregunta: ¿Qué es lo sublime y lo bello?
Tal vez en este último punto los caminos se vuelven más intrincados. Toda la filosofía occidental, desde Platón, ha tratado de definir precisamente esos conceptos y hasta el presente la discusión sigue abierta. Afortunadamente nunca podrá darse una respuesta definitiva alrededor del tema porque mientras el ser humano exista y no pierda su capacidad de asombrarse, de sentir, de ser afectado por las palabras y por los fenómenos de la existencia que lo rodean, podrá descubrir siempre una nueva noción y aventurar una visión distinta sobre esas cosas, esas ideas. En tal sentido lo sublime y lo bello será sólo la proyección de lo verdadero en lo humano, lo auténtico que en cada uno de sus actos, de sus hechos y sus palabras pueda alcanzar el hombre.
Las palabras nunca desaparecerán de la vida de las personas, me atrevo a pensar, mientras sean el reflejo del sentimiento, de la emoción y del espíritu. Podrán transformarse, eso sí. Podrán cambiar, evolucionar y adaptarse a todas las tecnologías que lleguen. Podrán dejar de escribirse y leerse de la manera como hoy lo hacemos. Pero de alguna manera estarán ahí, resonando en nuestro interior, con cada pensamiento, con cada imagen de nuestra vida hasta el final de los tiempos porque ellas son la materia viva de la que estamos hechos. Sin lenguaje no seríamos lo que somos. En esto no hay más que volver a citar al viejo Wittgenstein: “Los límites de tu lenguaje son los límites de tu ser”.
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