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Finalmente todo calla. Selección de poemas de Jennifer García Acevedo

  • Foto del escritor: Jennifer Garcia Acevedo
    Jennifer Garcia Acevedo
  • 18 nov
  • 12 Min. de lectura

 

Jennifer García Acevedo, Medellín


Poeta, gestora cultural y tallerista. Sus poemas han sido publicados en diversas revistas, periódicos y antologías nacionales e internacionales. Obtuvo el Premio Nacional de Poesía José Santos Soto (2019), el Premio Internacional IFLAC WORLD Emprendimiento y Poesía, Argentina (2022), y el título Honoris Causa, otorgado por Educultura Educación Sin fronteras, México (2021). Participó en festivales internacionales de cine y literatura. Ha publicado Estaciones de lo invisible (Sakura ediciones, 2020), Escribir lo invisible (antología personal, nuevas voces editores, 2021) Incertidumbre del nombrar (Sakura ediciones, 2021) Poemas de un país al sur (26 poetas colombianos contemporáneos, Libre Acceso ediciones, 2024). Finalmente todo calla y otros poemas (Colección Libros Imposibles, 2025) Sus poemas han sido traducidos al inglés, vietnamita, árabe, portugués, chino y francés. Es directora del Festival internacional de Poesía Fredonia.

 


En Finalmente todo calla y otros poemas, Jennifer García Acevedo, en una puesta de río donde Dios navega desde la desembocadura hasta el origen del agua, descubre en lo oculto lo que toca sin ver. Al girar sobre sí misma reconoce que su sombra está en otras voces donde es posible que el silencio sea el bostezo que nombra. La palabra es el revés, pero también la señal que traza la salvación.


Mery Yolanda Sánchez



DE DONDE VENGA EL SILENCIO


Las noches siempre nos imaginan. No importa si pensamos en la quietud del agua de un lago o nos elevamos sobre un paisaje que dibujamos con los pinceles de nuestro asombro. Las noches son el lugar donde todo encuentra una forma de hablar, se entienda o no. Cada uno de nosotros puede alcanzar el máximo voltaje de nuestra contradicción última si dejamos abiertas las puertas de la noche. Porque las noches son una pequeña máquina de incertidumbre. Todas estas travesuras o descubrimientos a la luz del día terminan adquiriendo una sombra incoherente, una máscara que amenaza con tomar represalias contra la realidad, cuando la noche enciende sus inusuales antorchas.


No se trata de luz. No se trata de una contraseña que nos permita entrar en otros mundos. La utopía de la noche es una cueva que puede revelar el origen del silencio. Las noches son ese momento cautivador donde inventamos los planes de escape más audaces. En rigor, las noches son un talismán que puede cambiar el origen de todos los seres. Tenemos tanto que aprender de la voluptuosidad en su estado más vehemente de oscuridad que las noches terminan convirtiéndose en el tema poético por excelencia. Es esto o nada.


Oímos el silencio moldear las formas de sus iconos. Los detalles del paisaje se extienden por el lienzo con pinceles que no revelan motivos. Leo los poemas, esta intrigante prosa poética, de Jennifer García Acevedo, y el mundo adquiere gradualmente un marcado acento abisal. Desde que la leí por primera vez, la imaginé como una diosa con miles de años dedicados misterio. No lo es. Es una poeta joven, con una vida marcada por el espíritu del fuego, su cuerpo danzando con su mirada, todo en ella un torrente de relámpagos, y sin embargo, la prosa poética que emerge de esta misteriosa ninfa es un libro de abismos, la sombra insospechada de un desconocido cuyos rasgos pueden llevarnos más tiempo del que imaginamos descifrar.


Si vamos a leer a la poeta, es mejor no encontrarla antes. Jennifer García Acevedo es un volcán que nos engaña sobre su estado de erupción. Un verso, y de repente todo adquiere otra forma. Nuestras expectativas implosionan. Por eso les digo ahora que lean el verso impreso. Dejen que cobre vida propia a través de su lectura. Porque nada en esta poeta permanece en silencio.


Floriano Martins



DESPUÉS DEL JUEGO


Nadie sabe cómo terminan todas las partidas de ajedrez que se inician en el mundo, pero sabemos de los métodos conocidos, de las piezas que emigran del lado claro al oscuro y anticipan alguna derrota, de las plegarias lanzadas al aire en un intento inútil por conjurar la suerte. Reconocemos el oficio de las figuras, varadas en la luz postrera de los ojos, las resignadas piezas, sometidas al grito, al enjambre furioso de manos, al juego perverso de la tentación y el desafío. “Esa criatura ha muerto” decimos, cuando el caballo cae sobre el tablero repleto de peones y de dudas. No importa si es Praga, o una escondida callejuela en los rincones de Múnich, siempre es lo mismo, vencer hasta morir, o recobrar al menos la sustancia del fracaso. Finalmente todo calla. El ojo frío se abre a la  extensión de la madera, y los jugadores regresan a la costumbre, como dos exiliados. Recobran la hora del laburo, de la herida, de la luz que se arrastra interminable entre la casa. Lejos de la imagen casi divina de Carlsen, o Botvinnik, lejos del rey que se desangra entre las líneas hambrientas, y  los alfiles recluidos en una esquina del cuarto, vuelven a ser hombres, ese es su último movimiento, la única partida interminable. 

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DE LO IRRECUPERABLE 


En un libro oriental hay una inscripción que dice: “El tiempo y los ríos nunca corren hacia atrás”. Podríamos reunir evidencias de esto, hablar de las lentas voces de los desaparecidos, del muro derruido, del anillo en la mano del náufrago y tomarlas como una verdad inalterable, sin embargo, también lo es que la luz retorna a veces por espacios vacíos y encuentra otro sitio, distinto a su propio destierro, y que en las casas destruidas, las ruinas se adhieren al temblor de una ventana nueva para recrear la fiesta y la multitud. Vuelve una palabra, un signo que reabre en nosotros la herida, y algún nombre anudado como una condena a nuestra garganta. Pero son pruebas que nadie quiere ver. Es mejor atribuir la culpa al tiempo, al mar que arrastra consigo puñados de vidrios, piernas mutiladas, vicios o virtudes o su oscuro reverso. Aunque algunas veces reconocemos lo irrecuperable y lo asumimos con calma para desvanecer ese pesado hábito de la espera, las crueles razones para no abandonarse a lo imposible. Reconocemos también la imaginación, y la alimentamos con pequeños restos de una realidad extraviada. Decimos: “Aquí está el animal perdido en la infancia”, “Estos son los panes servidos en la mesa del hermano muerto.”, o “Se hace tarde para ir a recoger frutos en el jardín”. Así nos devuelven las palabras nuestra olvidada condición de misterio y burlamos el tiempo que parece correr con nosotros hasta la primera mañana salvándonos otra vez del abismo.



SOBRE LO ILUSORIO

 “La realidad, sí, la realidad,

ese relámpago de lo invisible 

que revela en nosotros la soledad de Dios”

Olga Orozco.


Vigilamos el paisaje alentados por la claridad de la ruina. En nuestra grave y solitaria condición de testigos eternos avanzamos dentro del cuarto vacío hacia la única salida posible, y aún nos preguntamos ¿De qué lado está la realidad? Alguien rompe el vidrio que sostiene la ventana, y extrae los fragmentos para hacer una hoguera. En la hierba arden las palabras conocidas; crueldad, deslumbramiento, luz. Las demás aún permanecen en el descuido, con la desdicha de no aparecer, como quien se pierde en un laberinto de arena y siente la desgarradura, no importa que el camino prometa paraísos escondidos y recetarios para acabar con la sed. No saber de qué lado están las frases acertadas, los recintos a los que nos arrojamos inocentes porque reconocemos en ellos la verdad, los ladrones que acechan la corteza, y sin embargo perdonarnos bajo la creencia de que somos otro error de nacimiento, parecido a la guerra y la enfermedad. En algún lugar entre los árboles están las respuestas, esas que ignoramos y descargan su condena de inquietud sobre nuestros hombros. Son solo acertijos, harapos de sabiduría y conciencia, animales que golpean eternamente el cristal roto. Cualquier señal es suficiente para salvar a un hombre.


AUTORRETRATO DE REMEDIOS VARO 


Permanecen frente a mí, envueltas en sudarios, las imágenes hermosas y terribles. Esas que dan testimonio del ángel clausurado en su propio terreno de extrañeza y luz, o del alquimista que anuncia con su hallazgo el triunfo de la herida y el arte. Son tan solo imágenes, temibles e inesperadas como la vida misma, señales de que el nuestro no es el único cuerpo que se mueve en la casa. Siempre hay otros. Utensilios cotidianos que llevan la herencia del crimen, mujeres que sostienen con sus uñas la cabeza del padre, manteles rasgados por manos desconocidas. Se diría que alguien reina sobre estas visiones, y teje con sus hilos invisibles nombres para unirlas al mundo, se diría que una criatura desterrada, predispuesta a la ciencia y la vigilia, reconoce la voz de todo lo secreto y lo revela ante la presencia inquieta de otros hombres. Hay una luz mortal que hiere los ojos, una mordedura clara, hecha a imagen y semejanza de la belleza, una jugada del destino que transforma nuestras sombras en torres de sal. Miro a la que avanza desde el centro de la tarde y trae consigo las revelaciones, miro sus manos esquivas, sus pliegues brillantes como un violín bajo el agua, sus dedos que recorren la eternidad y el abismo. En cada una aparece la fórmula para llamar a Dios.


INSISTENCIA EN LO INVISIBLE 


Es preciso insistir en lo invisible, eso que crece más allá del estallido. En la voz terrible de un Dios que abarca todo sin tocarlo, en la imagen detenida detrás de la máscara, en la vibración del objeto a punto de caer. Entre los acontecimientos más tristes que suceden al hombre, está el no poder manipular lo incorpóreo, darle un molde y sostenerlo a su gusto. ¿Qué resultaría de asignarle un rostro al aire, de reunir todas las palabras que se dicen afuera del mundo, o de tomar una fracción de vacío y saltar? Nadie puede extraer lo que está en el fondo de su propia sombra y tal vez por esto, permanecemos a salvo. Pero hay cierta predisposición al peligro, cierta inquietud rodeando lo visible, un lenguaje incierto para nombrar cuanto no vemos, pero presentimos. Algo en nosotros no se resigna, busca, imagina, indaga, extiende su mano abierta, sabe que nunca alcanzará nada, pero aun así la cierra para no perder lo desconocido.


EL ODIO


En alguna habitación de la casa está el odio. Viene enmascarado dentro del pan y los vegetales. Sobre la mesa se despliega, envuelto en gestos cotidianos y frases hechas para el traspié y la caída. Todos lo celebran, porque en sus manos habita el desamparo. Ahí está nuestra condena, puesta a la altura de las cabezas, sometida al juicio y la resignación. Hemos llegado lejos en este juego desconocido, como quien se pierde en una multitud de ángeles –no importa que las alas sean cuchillos y la luz un relámpago incrustado en los pies-. Inmensas las palabras zumban contra las orejas, traen consigo el testimonio de una estría pálida, una grieta entre la sangre y la sed. Llenan los huecos de las paredes, ocultan cualquier vestigio de piedad y se consumen vacilantes frente a la puerta abierta. En este campo de batalla, rodeado de cucharones y animales domésticos todo es posible, salvo la quietud. No me preocupan los testigos de esta guerra, aunque sobre mí golpea diariamente el animal que la poesía me asignó desde la infancia y en mi garganta prevalecen las marcas del guijarro lanzado al centro de mi voz. También los hombres cambian de piel bajo la belleza del día, y las casas mueren ante el incendio y el temblor. Esa es mi salvación, mi consuelo inútil.


CELEBRACIÓN DEL VIAJE


Aprendimos a celebrar al hombre y su palabra emigrante, esa que deja la casa de la infancia, el mercado por el que se hereda el oficio de matar moscas, o los minúsculos trofeos de hierro: engañosas evidencias de que el ajedrez y las manos, se sobreponen a Dios. No hay disfraz para cubrir la huida, o nombres que respalden las razones del viaje, solamente, una precaria e indescifrable necesidad ceñida a los huesos, marcada por los signos del desvarío y la renuncia. Una secuencia de hilos que sostiene al mismo tiempo la raíz de los árboles, y el pie del náufrago. A veces el camino se confunde con el centro de un paisaje cautivo, o un recinto que se divide y se multiplica hasta señalar el lenguaje secreto del mundo, otras, establece los vínculos entre el exilio y el aire, se adivinan las formas del hermano muerto, del animal doméstico, de todo lo que está del otro lado, en la estancia invisible, reservada al espejismo y las revelaciones. Tendidos en la mitad del día, algunos se resisten al tránsito, mientras vigilan todo lo que permanece en el tiempo, esa barraca hecha de remordimiento y hambre. Son los que están de pie, sobre el rostro de otros y se alimentan con un gesto invencible, ciego e inevitable como la distancia, con el tren del condenado a contemplar la procesión de sombras diferentes a la suya, con la cólera y el desdén del que encuentra improbable regresar a la plaza de los primeros años, y la recrea con símbolos ilegibles. De este lado, donde la vida sigue todavía en una quietud aparente, se entreabren las puertas que no conducen a ninguna parte, y manifiestan la verdad. Todos somos extranjeros de nuestra propia palabra. Después de viajar a las regiones de la voz, nadie sale ileso de sí mismo.


OFICIO DE TANTEO


Un día los ciegos heredan el oficio de tantear piedras y utensilios cotidianos, aprenden el lenguaje de lo ambulante y lo inmóvil para reconocer las mórbidas colgaduras de las galerías y no coincidir con los campos repletos de cuchillos y espinas en braille. Solamente la ruina y la palabra dan testimonio de sus dedos que se multiplican delgadísimos sobre las paredes del mundo. Solamente el laberinto de robles semeja sus manos extraviadas en la superficie del aire. A veces, también nosotros, mudos en nuestra propia lengua, hastiados de la luz que se propaga en los corredores, tanteamos nuestro propio desamparo, volvemos los ojos hacia un terreno conocido y lanzamos las preguntas sobre la belleza y el desastre. Finalmente, cuando todo ha terminado y el desierto hecho pedazos es el único testigo, escuchamos una última respuesta, una respiración que asciende sobre las bocas y revela el silencio que acabaremos por ser. 


CAMILLE CLAUDEL


Temprano moldeo el barro, y con él, anticipo la palabra puesta en el centro de la miseria, la sombra del ángel condenado al hurto y el exilio, el soplo de los amantes que sobreviven al golpe del hierro. Es medio día y el calor hace brillar las paredes del taller. Junto a un cúmulo de piedras cinceladas, un grupo de hombres inventa la farsa de mi desnudez y prende fuego a mis manos. Giro en desacuerdo, lanzo frases a la muchedumbre, mientras sacudo el vestido hecho harapos, pero ellos revocan el mudo testimonio de mis dedos en llamas. Me avientan a la cama de púas, rodeada por puertas que no se abren. Ahora comprendo que nunca estuve en ningún sitio, siempre fui en otros, y cuando pronuncié las palabras conocidas, eran ellos los que hablaban.    


LENGUAJE FAMILIAR 

“Este cuchillo

que tiendo contra tu garganta”


Paul Auster 


Aprendimos la costumbre de escondernos entre las palabras conocidas y el grito tallado en el muro. Todas las mañanas, junto a los utensilios de esta casa en ruinas, las palabras: vergüenza, resignación, caída. Solamente los exiliados conocen el reverso de este lenguaje frágil, solamente sus voces se abren paso en el laberinto del oído. ¿Acaso es este el diccionario imaginado por los verdugos de la infancia? ¿O una extraña sentencia que permite avanzar al enemigo? Tal vez, un paisaje simple, elemental, arraigado a una ciudad inmensa, donde los hombres lanzan frases terribles y las cabezas arden bajo la inquietud y el asombro. Más allá de esos espacios sin luz, en el engañoso terreno destinado a la maleza, asoman a veces las palabras que nadie ha dicho, las predecibles canciones que forcejean con la carne, y se traducen en un silencio definitivo. Una sola bastaría para matarnos.


HAPPY BIRTHDAY TO YOU”


Miro a la que regresa desde el fondo de otro día, como si fuera a respirar por última vez. Miro su estómago agrietado por un error de nacimiento, la úlcera abierta desde la infancia y señalada inútilmente por médicos de otros países. Aún no aprende el oficio de cocer cebollas a fuego lento, o juntar madera para ver arder las sombras junto a la puerta. Nunca ha estado más cerca de los hombres que del vacío, y reconoce su terrible predisposición al desasosiego y al baile. ¿Y ese nombre con que todos la llaman? ¿Esa voz en la que se encuentra forastera, enemiga de sí misma, detenida en la muda extensión de la palabra? Bajo este cielo que huye, en ese largo rastro que deja el ángel al pasar entre los animales y el trueno, sigue sosteniendo la misma piel, los mismos ojos que advierten la enfermedad y las revelaciones. En alguna estantería de su casa permanecen apiladas como piedras, las imágenes de Magritte, los juegos de mesa y los suvenires traídos de una ciudad europea. De nada sirve formular preguntas sobre ese paisaje aleatorio, o cuestionar la función de los objetos guardados al azar. Algo de ella, permanece en todo, nada queda ileso ante el dominio de su ojo desnudo. En algún lugar, se diría que invisible, hay otra, una que nunca fue condenada a la humillación y al  abandono, ni conoció la palabra incertidumbre. Tampoco supo nada de Dios, el tigre o la poesía, porque la previnieron de caer, demasiado pronto, en cavilaciones.  Ahora, entre esa y yo, hay un pacto secreto, una necesidad que nos une: aprender a responder al mismo tiempo cuando alguien nos nombre. 


SOBRE LOS FINALES 


Hay un día para pronunciar las palabras conocidas y detenerse bajo la última  hoja del naranjo en el paisaje. Una hora en que es preciso hablar del hundimiento y la escritura como si se hablara de una casa, de la desaparición de un cuerpo en esa casa, y de la sucesión de animales que la habitan. Quién pudiera entenderlo así, como una verdad inalterable, como un grito de resignación o un juicio, y olvidar las preguntas sobre el desamparo y la compañía reducida a transparencia. El jabalí cae, la belleza reina en la inconsciencia de las cosas, los extraviados mueren a la luz de las jaulas o el rugido, y el nombre que amamos se oculta para siempre. Todo final debe ser aceptado, antes de llegar al lenguaje, a la multitud de voces que poblarán la ausencia, y la certeza de nuestra incursión en la ruina. Al final del día nada nos sostiene, tampoco la espera, ese otro engaño que reafirmamos en nuestro intento por no ser hombres, ni dioses, solo piedras. 

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